LAS CEREZAS
Mamá llegó con un cesto de cerezas. Rojas y grandes,
apetitosas. Reparte un buen puñado a cada uno y los tres hermanos se sientan a
la puerta de la casa, más contentos que unas pascuas.
Comen y se ríen, glotones, golosos, entusiasmados con el profundo
sabor y aroma de esas cerezas únicas que cuando marchen de Toro nunca volverán
a probar pero siempre recordarán.
Anita se ha colgado en las orejas dos pendientes de cerezas.
Amado la mira envidioso y busca en las suyas otro...¡y encuentra tres en uno!
-Mira, Anita, tres juntas, mira qué pendiente!!
Se lo cuelga en la oreja feliz y satisfecho, ganador.
Anita le mira. Esas cerezas que cuelgan de la oreja de Amado
aún parecen más gordas, coloradas y sabrosas. Mirara las suyas, que se están
terminando, vuelve a mirar las del pendiente tridente y ¡zás! las agarra, las
arranca en un puño y a la boca la primera.
Su hermanito la mira, la cara un poema, un dramón, un
berrinche que no acaba de salir, de tanta estupefacción.
Ella le mira, culpable, sonríe con una risita traviesa de
pícara perversa y astuta, y ya tiene la tercer cereza en la boca.
Amado, en un arranque definitivo de rabia y derrota, de un
manotazo le aventa las pocas que le quedaban a ella en la faldita y corre a
comerse las suyas al otro lado de la casa.
¡Aquéllas cerezas que quedó sin comerse ya no las comería
jamás!