sábado, 2 de enero de 2016

AQUÉL TORITO BRAVO

Ha ido de pesca con su hijo. En moto, vespa por más señas. El río es de cómodo recorrido, entre dos amplios verdes valles de suave pendiente, ribera de álamos y alisos primaverales. El niño nunca será buen pescador, no le falta habilidad pero le sobran prisas e impaciencia. Se cansa pronto de no pescar y se dedica a seguir el itinerario paterno río adelante, contra corriente, observando plantas y bichos, un poco apartado del agua para no molestar la pesca.
La jornada no ha sido mala, no lo suele ser para él, gran pescador como lo es cazador cuando toca. A desandar el río. No para de hablarle al hijo.
Sabes qué cosa es la más rápida? ¡La vista!. Abres los ojos y zás, la vista a la monaña más lejana llega al instante. Y si es no noche en el mismo instante llega a las estrellas!!
De noche iba yo al colegio. Iba de noche porque de día no me dejaba mi padre: había que trabajar. El maestro ponía clase nocturna para quien quisiera ir. Y yo quería, quería aprender todo lo posible, no sólo a leer y escribir, quería aprender cómo es el mundo. Sólo me quedaba tiempo para jugar los domingos, por eso odiaba ir a misa. Me obligaban a ir, y yo me vengaba pasándome toda la misa diciendo palabrotas en voz baja. No tenía mucho tiempo para jugar. Un domingo me dijo mi padre que al salir de misa fuese corriendo a casa, que tenía que hacer no sé qué. Le dije que teníamos juego de pelota. Hoy no hay juego, me dijo, hoy no hay juego de pelota, así que al salir, derecho a casa. Al salir me quedé jugando, naturalmente, cualquiera resistía la tentación. ¿No te dije que no había juego? Me dijo, padre, me dijo, pero es que sí que había, al salir de misa empezaron a jugar, yo les dije que hoy no había, pero que sí, que había, así que me quedé. Los correazos que me llevé fueron incontables, de tan rápidos.

Ya no queda mucho para llegar al puente sobre el río en que está la moto aparcada.
Por la vaguada va una manada de reses. Son toros bravos, observa el pescador, agarrando a su hijo de la mano. Vamos deprisa pero sin correr que nunca se sabe.
La manada empieza lentamente a bajar y su paso parece trote sin serlo, pero ahora ya al mirarla se ven bien los expresivos rostros de los primeros miuras, que se paran a ver qué pasa con esas dos figuras, como perdonándoles la vida si siguen su camino. Menos uno.
Un torito empieza un trote atrevido, quiere demostrar a los mayores que ya está creciendo él. Viene directo. El padre se dio cuenta con su primer desvío de la manada.
Ese viene a por nosotros, corre!
La manada se ha detenido a observar. Como queriendo ver de qué es capaz su pequeño.
No va a dar tiempo a llegar al puente, porque el torito aligera el paso, bravo él.
Nos alcanza, tú corre a la carretera, corre, corre!
Tira la cesta y la caña y cual portugués “forçado” se planta esperando la embestido.
Si estuviera sólo podría correr aún, o subir a un árbol, o tirarse al río, yo qué sé.
Con el crío a su lado no puede torear, estaría perdido.
El toro al final embiste decidido, valiente él, de frente y a lo noble.
El testerazo es contundente. El hombre cierra los brazos alrededor de la cabeza, el cuerpo en la frente animal. El torito es bravío pero torito al fin, no puede levantar la frente y termina doblando la cerviz y caen al suelo los dos.
El niño no se ha ido. Nervioso pero también valiente quiere hacer algo, coge la caña y golpea al animal sin obedecer a su padre las órdenes de irse corriendo a la carretera.
Gime el toro, rendido, pidiendo ayuda a sus mayores.
Está llamando a la manada, tenemos que irnos.
La manada, en efecto, deja su quietud y empieza a bajar como búfalos al trote, a paso firme y ligero.
Va soltando despacio el cuello negro zaíno. El bicho no se mueve. Se levanta lentamente, el torito sigue gimiendo. La manada no tiene prisa, es la curiosidad la que la dirige allí.
Le da la mano a su crío y vuelve la vista atrás. Los toros se han detenido, han perdido el interés pero su mirada da ese miedo que sólo la mirada del toro bravo tiene, ese terror.
Deprisa deprisa, pero sin correr para no despertar los instintos de perseguidor, lleva casi en volandas al niño hasta el puente.
Antes de arrancar, último vistazo. El torito se ha levantado y la manda se esparce junto al río tranquila.
El nunca presumirá, ni siquiera contará aquélla hazaña. Su hijo no la olvidará nunca y la seguirá contando siempre.