Ha ido de pesca con su hijo. En moto, vespa por más señas.
El río es de cómodo recorrido, entre dos amplios verdes valles de suave
pendiente, ribera de álamos y alisos primaverales. El niño nunca será buen
pescador, no le falta habilidad pero le sobran prisas e impaciencia. Se cansa
pronto de no pescar y se dedica a seguir el itinerario paterno río adelante,
contra corriente, observando plantas y bichos, un poco apartado del agua para
no molestar la pesca.
La jornada no ha sido mala, no lo suele ser para él, gran
pescador como lo es cazador cuando toca. A desandar el río. No para de hablarle
al hijo.
Sabes qué cosa es la más rápida? ¡La vista!. Abres los ojos
y zás, la vista a la monaña más lejana llega al instante. Y si es no noche en
el mismo instante llega a las estrellas!!
De noche iba yo al colegio. Iba de noche porque de día no me
dejaba mi padre: había que trabajar. El maestro ponía clase nocturna para quien
quisiera ir. Y yo quería, quería aprender todo lo posible, no sólo a leer y
escribir, quería aprender cómo es el mundo. Sólo me quedaba tiempo para jugar
los domingos, por eso odiaba ir a misa. Me obligaban a ir, y yo me vengaba
pasándome toda la misa diciendo palabrotas en voz baja. No tenía mucho tiempo
para jugar. Un domingo me dijo mi padre que al salir de misa fuese corriendo a
casa, que tenía que hacer no sé qué. Le dije que teníamos juego de pelota. Hoy
no hay juego, me dijo, hoy no hay juego de pelota, así que al salir, derecho a
casa. Al salir me quedé jugando, naturalmente, cualquiera resistía la
tentación. ¿No te dije que no había juego? Me dijo, padre, me dijo, pero es que
sí que había, al salir de misa empezaron a jugar, yo les dije que hoy no había,
pero que sí, que había, así que me quedé. Los correazos que me llevé fueron
incontables, de tan rápidos.
Ya no queda mucho para llegar al puente sobre el río en que
está la moto aparcada.
Por la vaguada va una manada de reses. Son toros bravos,
observa el pescador, agarrando a su hijo de la mano. Vamos deprisa pero sin
correr que nunca se sabe.
La manada empieza lentamente a bajar y su paso parece trote
sin serlo, pero ahora ya al mirarla se ven bien los expresivos rostros de los
primeros miuras, que se paran a ver qué pasa con esas dos figuras, como
perdonándoles la vida si siguen su camino. Menos uno.
Un torito empieza un trote atrevido, quiere demostrar a los
mayores que ya está creciendo él. Viene directo. El padre se dio cuenta con su
primer desvío de la manada.
Ese viene a por nosotros, corre!
La manada se ha detenido a observar. Como queriendo ver de
qué es capaz su pequeño.
No va a dar tiempo a llegar al puente, porque el torito
aligera el paso, bravo él.
Nos alcanza, tú corre a la carretera, corre, corre!
Tira la cesta y la caña y cual portugués “forçado” se planta
esperando la embestido.
Si estuviera sólo podría correr aún, o subir a un árbol, o
tirarse al río, yo qué sé.
Con el crío a su lado no puede torear, estaría perdido.
El toro al final embiste decidido, valiente él, de frente y
a lo noble.
El testerazo es contundente. El hombre cierra los brazos
alrededor de la cabeza, el cuerpo en la frente animal. El torito es bravío pero
torito al fin, no puede levantar la frente y termina doblando la cerviz y caen
al suelo los dos.
El niño no se ha ido. Nervioso pero también valiente quiere
hacer algo, coge la caña y golpea al animal sin obedecer a su padre las órdenes
de irse corriendo a la carretera.
Gime el toro, rendido, pidiendo ayuda a sus mayores.
Está llamando a la manada, tenemos que irnos.
La manada, en efecto, deja su quietud y empieza a bajar como
búfalos al trote, a paso firme y ligero.
Va soltando despacio el cuello negro zaíno. El bicho no se
mueve. Se levanta lentamente, el torito sigue gimiendo. La manada no tiene
prisa, es la curiosidad la que la dirige allí.
Le da la mano a su crío y vuelve la vista atrás. Los toros
se han detenido, han perdido el interés pero su mirada da ese miedo que sólo la
mirada del toro bravo tiene, ese terror.
Deprisa deprisa, pero sin correr para no despertar los
instintos de perseguidor, lleva casi en volandas al niño hasta el puente.
Antes de arrancar, último vistazo. El torito se ha levantado
y la manda se esparce junto al río tranquila.
El nunca presumirá, ni siquiera contará aquélla hazaña. Su
hijo no la olvidará nunca y la seguirá contando siempre.