EL
TORITO BRAVO
Agarraos
bien para no caeros,
poneos
cómodos para no temblar,
tened
cuidado nos os pille el toro,
porque
él lo va a intentar.
Atentos
y estad al loro
que
Amado nos lo va a contar.
En las fiestas del pueblo, que mira
por dónde, tiene de nombre TORO, en las que un día TENORIO hizo de rucio del
bueno de Sancho Panza, era costumbre correr “la
vaca enmaromada”: una vaca de
raza bravía, atada por la testuz a una larga cuerda, la maroma, que los mozos
aguantaban, tirando y aflojando según el peligro que hubiese.
En la plaza de toros había festejos, y
uno de ellos consistía en soltar becerros añojos (de menos de un año) para
divertimento de los chiquillos. Y allí que saltaba mi hermano a correr y torear
los becerros, yo en las gradas con mamá, y sin parar de gritar:
-¡¡Cuidado,
Angelito, que te pilla el
toro, no te acerques tanto...!!
Cagadito de miedo que estaba yo,
vamos. Pero él no tenía ninguno, era el más ágil y valiente de todos los mozos.
Y en la finca teniamos vacas, y
algunos becerros criábamos hasta venderlos. No eran de raza bravía, pero cuando
volvían del campo también me ponía a buen recaudo, mirando desde la ventana
como llegaba la recua de animales, mi hermano guiándola con una vara en la
mano, y a veces jugando a torear los chotos, y yo venga a pasar miedo por él.
Así que cuando nos fuimos de Toro a
Madrid, durante muchos años seguí soñando embestidas, viendo a mi hermano por
los aires y a mí mismo volteado, corneado... menos mal que siempre despertaba
antes del ataque final.
Un sueño tan repetido, algún día
tendría que cumplirse...
Y ese día llegó.
Ya tendría yo cerca de los 10 años,
vivíamos en Madrid. Mi padre iba casi todas las semanas a pescar o a cazar,
según la temporada. Y muchas veces ibamos con él Angelito y yo. O yo solo,
porque él tenía mucho que estudiar siempre, el pobre, con lo que le gustaba el
campo, pero lo primero es lo primero.
Aquél casi fatídico día iba yo solo
con papá.
En la Vespa, que ahora hacía de
Tenorio. El burrito no había podido venir a Madrid, claro. Mejor para él, ¿qué
iba a hacer un burrito en un piso en la ciudad?
Fuimos de pesca. A un río de cuyo
nombre no quiero acordarme... es broma, la verdad es que no puedo acordarme
¡para nombres estaba yo!
Dejamos la moto junto al puente y
bajamos al río, caminando un rato por la ribera, pero sin pescar.
-Los mejores sitios
están más arriba, vamos, ten cuidado no te pinches.
-¿Pero por qué hay esta
alambrada? ¿Está prohibido?
-Está prohibido pasar,
pero no pescar. Ponen la alambrada porque aquí hay toros bravos, pero no suelen
acercarse tan abajo, aunque hay que estar atentos por si acaso.
Como era normal en mi padre, excelente
pescador, los peces empezaron a picar pronto, hermosas truchas “arco iris” (que
así se llaman por los bonitos colores brillantes de sus escamas), que yo iba colocando en la cesta,
entre helechos para mantenerlas frescas. Aunque yo no pescaba, me emocionaba
igualmente con los lances, corría a desenganchar los anzuelos, llevar la
cesta..., de manera que al poco tiempo ya no pensaba yo en los toros,
entretenido con las libélulas, persiguiendo las mariposas y acercándome a ver
cómo los abejorros libaban las flores o cogiendo mariquitas que me ponía en la
mano para que me contasen los dedos... bueno, ya sabéis que en el campo es
imposible aburrirse.
Por eso me sorprendió Papá, cuando ya
íbamos de retirada, hablando de nuestras cosas
-Amado, ¿sabes cuál es
la cosa más rápida del mundo?
-No, ¿cual es?
-La vista: si tienes
cerrados los ojos y los abres, en ese mismo instante ya llega tu vista al
monte, por muy lejos que esté, al mismo horizonte, incluso a las estrellas...
-¿Ja ja ja!, qué
gracias, pero no es la vista, Papá, es la luz....
Decía que me sorprendió, porque de
repente va y me dice:
-Vamos ligeros, que
aquélla manada que viene hacia aquí se está acercando mucho.
Me sobresalté con el aviso y miré
hacia la ladera: efectivamente, a unos cientos de metros más atrás, se acercaba
deprisa una manada, en paralelo al río, a media altura de la suave loma.
Era una manda muy numerosa, pero los
animales estaban muy separados unos de otros, de manera que los últimos casi no
se veían, y los primeros abarcaban una buena anchura.
A mi me parecían lo suficientemente
lejos como para no ser un peligro, pero mi padre sabía lo que decía.
-Al paso que van,
nos alcanzarán antes del puente, así que tenemos que ir deprisa, pero sin
correr, que entonces sería peor.
Me cogió de la mano y sin dejar de
mirar a los toros, apuramos el paso sin llegar a correr.
En pocos
segundos, los teniamos casi a nuestra altura, aunque mantenían su marcha en
paralelo... casi todos.
-Ese novillo nos está
mirando
Efectivamente, un novillo, que luego
mi padre diría ser eral (de dos a tres años), lo que quiere decir que sería
añojo (de menos de dos), porque los pescadores ya se sabe lo exagerados que
son, pero que a mí me pareció utrero, o sea de tres años, por lo menos (como
que se lidian en las plazas de toros), iba abriendo su trayectoria ladera
abajo, mirando hacia nosotros, primero como de reojo, pero enseguida de frente.
No era de los primeros, pero como
empezó a aligerar el paso, iba adelantándose y ya se encaminaba decididamente
hacia nosotros, con esa mirada aterradora que sólo el toro bravo tiene.
-Vamos, vamos, pero no
corras, que si lo notan los demás estamos perdidos.
El novillo andaba ya a paso ligero,
paso ligero, al trote, al trote y de repente, al galope, al galope hacia
nosotros.
-¡Corre, Amado, corre! (Dios mío, ¡cuántas veces me habrán
dicho “corre, Amado, corre” en mi vida!!)
Los primeros metros corrimos de la
mano pero, de repente, mi padre me suelta:
-¡Corre, amado, escapa,
corre, corre!!! (¡madre mía, siempre
corriendo!)
Mi padre se había dado cuenta de que
el alambre estaba demasiado lejos y el novillo corría demasiado deprisa, nos
alcanzaría enseguida, porque yo no podía correr más, y si nos cogía por detrás
sería una tragedia. ´
Así que Papá tiró la caña y se paró,
vuelto hacia el toro, esperando la embestida como un forçado portugués.
Yo me quedé petrificado, unos metros
más allá, mirando el lance con una sensación extraña, como si estuviese soñando
y esperando despertarme justo a tiempo.
Pero esta vez no me desperté, porque
no estaba soñando.
El torito dió un acelerón en los
últimos metros, para coger más fuerza, y embistió impetuosamente a mi padre,
que habría saltado por los aires si no se aferra a la cabeza del animal, como
los forçados hacen,y al volver los pies al suelo, parece que se agarrase con
ellos, porque el novillo no pudo ya levantarlo de nuevo. El forcejeo duró un minuto eterno,
pero no infinito porque acabó con los dos en el suelo, mi padre siempre
agarrado a la testa del toro, venciendo su intento de cornearlo y levantarse.
Yo tenía que hacer algo, miro
alrededor y sólo veo la caña... ¡pero la caña tiene un anzuelo! Y no es un
anzuelo cualquiera, es una “cucharilla”, una especie de potera con anzuelos “en
ancla”. El toro ha caído encima de la caña, y el extremo del sedal, con el
anzuelo, le queda al otro lado.
No lo
pienso más, menos es nada: cojo la caña y tiro y tiro y tiro, el sedal se
desliza bajo el animal hasta que llega la “cucharilla” y se le clava en la
piel, que es tan gruesa que el torito ni se entera, pero yo creo que sí, porque
justo en ese momento empieza a berrar, con un berrido intenso como el aullar de
un lobo.
-Está llamando a los
demás.
Los demás han seguido su camino allí
en la ladera, pero los más cercanos miran, alguno ha detenido el paso, curioso,
no ven bien y además sólo en blanco y negro y no distinguen qué puede ser aquél
bulto borroso, porque además la tarde ha ido cayendo y perdiendo claridad.
Papá va aflojando el abrazo y
lentamente, muy lentamente, se va retirando sin que el novillo se mueva,
concentrado como está en berrar y berrar, yo pienso que es por el anzuelo,
iluso de mi. Papá se levanta muy, muy despacio, me da la mano y vamos reculando
primero despacio, paso a paso, el toro endereza la cabeza y nos mira como
preguntándose qué ha pasado, él y nosotros miramos a la manada: los toros que
estaban mirando ahora ven unas raras figuras moviéndose, ¿qué será?, se dicen,
y su natural. entre curioso y agresivo, les impulsa a bajar la loma a paso
ligero, cuando nosotros estamos ya cerca del alambre.
-¡Corre, Amado, corre,
corre!!! (¡es mi sino!)
En la carrera echo un vistazo atrás y
veo cómo han bajado muchos toros hacia la ribera, ¡y dos están persiguiéndonos
a carrera lanzada! Pero veo la cerca tan cerca que ya no tengo miedo.
Cuando nos ponemos a salvo, miramos
atrás y vemos algunos animales junto al novillo, que ya se ha puesto de pie, y
los dos que han corrido hacia nosotros que han ido aflojando la marcha y, al
vernos al otro lado, se han parado también y están mirándonos con esa cara
bravía que impone pavor al que la mira.
-Bien hecho, Amado, eres un
valiente.
-Tú sí que eres valiente,
Papá, si no es por tí nos cornea por la espalda. ¡Parecías Hércules contra el
león!!
Bueno, esto último no creo que se lo
dijese aquél día, porque aún no conocía los Trabajos de Hércules, pero se lo
dije después, cada vez que recordábamos esta aventura, porque bien que se lo
merecía Papá.
Ni que decir tiene que los sueños con
toros bravos corneando a mi hermano, a mi padre y a mi mismo, se hicieron ya
habituales.
Pero entonces, cuando no despertaba
justo antes de la fatal cornada, aparecía mi padre delante del toro y paraba
con su pecho la embestida, como hizo aquél día con aquél “torito bravo”
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