martes, 1 de enero de 2013

EL TORITO


EL TORITO BRAVO


Agarraos bien para no caeros,
poneos cómodos para no temblar,
tened cuidado nos os pille el toro,
porque él lo va a intentar.
Atentos y estad al loro
que Amado nos lo va a contar.


            En las fiestas del pueblo, que mira por dónde, tiene de nombre TORO, en las que un día TENORIO hizo de rucio del bueno de Sancho Panza, era costumbre correr “la vaca enmaromada”: una vaca de raza bravía, atada por la testuz a una larga cuerda, la maroma, que los mozos aguantaban, tirando y aflojando según el peligro que hubiese.
            En la plaza de toros había festejos, y uno de ellos consistía en soltar becerros añojos (de menos de un año) para divertimento de los chiquillos. Y allí que saltaba mi hermano a correr y torear los becerros, yo en las gradas con mamá, y sin parar de gritar:


-¡¡Cuidado, Angelito,  que te pilla el toro, no te acerques tanto...!!


            Cagadito de miedo que estaba yo, vamos. Pero él no tenía ninguno, era el más ágil y valiente de todos los mozos.
            Y en la finca teniamos vacas, y algunos becerros criábamos hasta venderlos. No eran de raza bravía, pero cuando volvían del campo también me ponía a buen recaudo, mirando desde la ventana como llegaba la recua de animales, mi hermano guiándola con una vara en la mano, y a veces jugando a torear los chotos, y yo venga a pasar miedo por él.
            Así que cuando nos fuimos de Toro a Madrid, durante muchos años seguí soñando embestidas, viendo a mi hermano por los aires y a mí mismo volteado, corneado... menos mal que siempre despertaba antes del ataque final.
            Un sueño tan repetido, algún día tendría que cumplirse...
            Y ese día llegó.
            Ya tendría yo cerca de los 10 años, vivíamos en Madrid. Mi padre iba casi todas las semanas a pescar o a cazar, según la temporada. Y muchas veces ibamos con él Angelito y yo. O yo solo, porque él tenía mucho que estudiar siempre, el pobre, con lo que le gustaba el campo, pero lo primero es lo primero.
            Aquél casi fatídico día iba yo solo con papá.
            En la Vespa, que ahora hacía de Tenorio. El burrito no había podido venir a Madrid, claro. Mejor para él, ¿qué iba a hacer un burrito en un piso en la ciudad?
            Fuimos de pesca. A un río de cuyo nombre no quiero acordarme... es broma, la verdad es que no puedo acordarme ¡para nombres estaba yo!
            Dejamos la moto junto al puente y bajamos al río, caminando un rato por la ribera, pero sin pescar.


-Los mejores sitios están más arriba, vamos, ten cuidado no te pinches.
-¿Pero por qué hay esta alambrada? ¿Está prohibido?
-Está prohibido pasar, pero no pescar. Ponen la alambrada porque aquí hay toros bravos, pero no suelen acercarse tan abajo, aunque hay que estar atentos por si acaso.


            Como era normal en mi padre, excelente pescador, los peces empezaron a picar pronto, hermosas truchas “arco iris” (que así se llaman por los bonitos colores brillantes de sus escamas),  que yo iba colocando en la cesta, entre helechos para mantenerlas frescas. Aunque yo no pescaba, me emocionaba igualmente con los lances, corría a desenganchar los anzuelos, llevar la cesta..., de manera que al poco tiempo ya no pensaba yo en los toros, entretenido con las libélulas, persiguiendo las mariposas y acercándome a ver cómo los abejorros libaban las flores o cogiendo mariquitas que me ponía en la mano para que me contasen los dedos... bueno, ya sabéis que en el campo es imposible aburrirse.
            Por eso me sorprendió Papá, cuando ya íbamos de retirada, hablando de nuestras cosas
-Amado, ¿sabes cuál es la cosa más rápida del mundo?
-No, ¿cual es?
-La vista: si tienes cerrados los ojos y los abres, en ese mismo instante ya llega tu vista al monte, por muy lejos que esté, al mismo horizonte, incluso a las estrellas...
-¿Ja ja ja!, qué gracias, pero no es la vista, Papá, es la luz....


            Decía que me sorprendió, porque de repente va y me dice:


-Vamos ligeros, que aquélla manada que viene hacia aquí se está acercando mucho.


            Me sobresalté con el aviso y miré hacia la ladera: efectivamente, a unos cientos de metros más atrás, se acercaba deprisa una manada, en paralelo al río, a media altura de la suave loma.
            Era una manda muy numerosa, pero los animales estaban muy separados unos de otros, de manera que los últimos casi no se veían, y los primeros abarcaban una buena anchura.
            A mi me parecían lo suficientemente lejos como para no ser un peligro, pero mi padre sabía lo que decía.
           
-Al paso que van, nos alcanzarán antes del puente, así que tenemos que ir deprisa, pero sin correr, que entonces sería peor.


            Me cogió de la mano y sin dejar de mirar a los toros, apuramos el paso sin llegar a correr.
En pocos segundos, los teniamos casi a nuestra altura, aunque mantenían su marcha en paralelo... casi todos.
 


-Ese novillo nos está mirando


            Efectivamente, un novillo, que luego mi padre diría ser eral (de dos a tres años), lo que quiere decir que sería añojo (de menos de dos), porque los pescadores ya se sabe lo exagerados que son, pero que a mí me pareció utrero, o sea de tres años, por lo menos (como que se lidian en las plazas de toros), iba abriendo su trayectoria ladera abajo, mirando hacia nosotros, primero como de reojo, pero enseguida de frente.
            No era de los primeros, pero como empezó a aligerar el paso, iba adelantándose y ya se encaminaba decididamente hacia nosotros, con esa mirada aterradora que sólo el toro bravo tiene.


-Vamos, vamos, pero no corras, que si lo notan los demás estamos perdidos.


            El novillo andaba ya a paso ligero, paso ligero, al trote, al trote y de repente, al galope, al galope hacia nosotros.


-¡Corre, Amado, corre! (Dios mío, ¡cuántas veces me habrán dicho “corre, Amado, corre” en mi vida!!)


            Los primeros metros corrimos de la mano pero, de repente, mi padre me suelta:


-¡Corre, amado, escapa, corre, corre!!! (¡madre mía, siempre corriendo!)


            Mi padre se había dado cuenta de que el alambre estaba demasiado lejos y el novillo corría demasiado deprisa, nos alcanzaría enseguida, porque yo no podía correr más, y si nos cogía por detrás sería una tragedia. ´
            Así que Papá tiró la caña y se paró, vuelto hacia el toro, esperando la embestida como un forçado portugués.
            Yo me quedé petrificado, unos metros más allá, mirando el lance con una sensación extraña, como si estuviese soñando y esperando despertarme justo a tiempo.
            Pero esta vez no me desperté, porque no estaba soñando.
            El torito dió un acelerón en los últimos metros, para coger más fuerza, y embistió impetuosamente a mi padre, que habría saltado por los aires si no se aferra a la cabeza del animal, como los forçados hacen,y al volver los pies al suelo, parece que se agarrase con ellos, porque el novillo no pudo ya levantarlo de nuevo. El forcejeo duró un minuto eterno, pero no infinito porque acabó con los dos en el suelo, mi padre siempre agarrado a la testa del toro, venciendo su intento de cornearlo y levantarse.
            Yo tenía que hacer algo, miro alrededor y sólo veo la caña... ¡pero la caña tiene un anzuelo! Y no es un anzuelo cualquiera, es una “cucharilla”, una especie de potera con anzuelos “en ancla”. El toro ha caído encima de la caña, y el extremo del sedal, con el anzuelo, le queda al otro lado.
No lo pienso más, menos es nada: cojo la caña y tiro y tiro y tiro, el sedal se desliza bajo el animal hasta que llega la “cucharilla” y se le clava en la piel, que es tan gruesa que el torito ni se entera, pero yo creo que sí, porque justo en ese momento empieza a berrar, con un berrido intenso como el aullar de un lobo.


-Está llamando a los demás.



            Los demás han seguido su camino allí en la ladera, pero los más cercanos miran, alguno ha detenido el paso, curioso, no ven bien y además sólo en blanco y negro y no distinguen qué puede ser aquél bulto borroso, porque además la tarde ha ido cayendo y perdiendo claridad.

            Papá va aflojando el abrazo y lentamente, muy lentamente, se va retirando sin que el novillo se mueva, concentrado como está en berrar y berrar, yo pienso que es por el anzuelo, iluso de mi. Papá se levanta muy, muy despacio, me da la mano y vamos reculando primero despacio, paso a paso, el toro endereza la cabeza y nos mira como preguntándose qué ha pasado, él y nosotros miramos a la manada: los toros que estaban mirando ahora ven unas raras figuras moviéndose, ¿qué será?, se dicen, y su natural. entre curioso y agresivo, les impulsa a bajar la loma a paso ligero, cuando nosotros estamos ya cerca del alambre.




-¡Corre, Amado, corre, corre!!! (¡es mi sino!)




            En la carrera echo un vistazo atrás y veo cómo han bajado muchos toros hacia la ribera, ¡y dos están persiguiéndonos a carrera lanzada! Pero veo la cerca tan cerca que ya no tengo miedo.

            Cuando nos ponemos a salvo, miramos atrás y vemos algunos animales junto al novillo, que ya se ha puesto de pie, y los dos que han corrido hacia nosotros que han ido aflojando la marcha y, al vernos al otro lado, se han parado también y están mirándonos con esa cara bravía que impone pavor al que la mira.




-Bien hecho, Amado, eres un valiente.

-Tú sí que eres valiente, Papá, si no es por tí nos cornea por la espalda. ¡Parecías Hércules contra el león!!




            Bueno, esto último no creo que se lo dijese aquél día, porque aún no conocía los Trabajos de Hércules, pero se lo dije después, cada vez que recordábamos esta aventura, porque bien que se lo merecía Papá.

            Ni que decir tiene que los sueños con toros bravos corneando a mi hermano, a mi padre y a mi mismo, se hicieron ya habituales.

            Pero entonces, cuando no despertaba justo antes de la fatal cornada, aparecía mi padre delante del toro y paraba con su pecho la embestida, como hizo aquél día con aquél “torito bravo”





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